¿PODEMOS PINTAR?
Ramón Salas Lamamié. Profesor de la facultad de Arte y Humanidades de la Universidad de La Laguna (Tenerife, España).

Moneiba Lemes es una joven artista con una no tan bisoña trayectoria. Mucho antes de acabar la carrera había ya expuesto, en las principales salas del Archipiélago una obra de prematura madurez. Tanto es así que se hizo frecuente hablar de su generación (Raúl Artíles, Mª Laura Benavente, Javier Corzo, Nestor Delgado, David Ferrer, Rayco Márquez, Adrián Martínez, Damián Rodriguez, Arístides Santana, Noelia Villena…) como “los moneibos”, una cohorte de artistas que se formó en una Facultad de Bellas Artes en transición. Ellos conformaron el grupo piloto del que luego nacería el itinerario de Proyectos transdisciplinares, una apuesta docente por responder a las reiteradas críticas recibidas por el hipotético protagonismo concedido a la pintura en la facultad. Efectivamente, “los moneibos” coincidieron con buena parte de la cohorte de lo que dimos en llamar “Escuela de La Laguna” (Alby Álamo, Francisco Castro, Pipo Hernández, Martín y Sicilia, Ubay Murillo, José Otero…) en el uso frecuente de la pintura, pero ahora esta disciplina se mezclaba, más abierta y frecuentemente si cabe, con otros procedimientos de trabajo.
La pintura de Moneiba tenía muchas afinidades con la de sus “predecesores”. Y no pocas diferencias. Como la de aquellos, la suya era una pintura de género, en la que el entorno cercano, cuando no directamente íntimo, jugaba un papel protagonista como fondo y como figura. No era este, desde luego, un problema de cortedad de miras, sino más bien todo lo contrario. Su intento de definir las subjetividades en un entorno moralmente minimalista había remontado la relación entre lo personal y lo político desde el entorno situacionista, en el que solía ubicarse, no solo hasta Hopper sino hasta Hammershøi, Chardin y Vermeer. Eso no solo referenciaba el problema de la identidad, con frecuencia “naturalizado”, en un horizonte intertextual que subrayaba ahora su “naturaleza” narrativa (y la crisis de esta misma narratividad), sino que les permitía vincular los escenarios de la subjetividad con el ámbito de lo burgués. El problema de la (pérdida de la) identidad se había visto con excesiva frecuencia desplazado hacia el territorio de la subalternidad y lo vernáculo, cuando, en realidad, era la clase media urbana la que se veía cada día más amenazada y desubicada. Estos artistas —integrantes de esa “clase”, como la pintura, en peligro de extinción— abordaron su trabajo en el entorno cercano, física y afectivamente, convencidos de que lo que les estaba ocurriendo personalmente a ellos era, sencillamente, lo que estaba ocurriendo. Y lo que lo que estaba ocurriendo, lejos de resultar anecdótico o particular, conocía relevantes connotaciones históricas y políticas que seguramente se remontaban al nacimiento sincrónico de la pintura y la burguesía a mediados del XVI y culminaban con “la corrupción del carácter” en el postfordismo.
La suya era la primera generación de artistas canarios en casi un siglo que no tuvieron a Canarias como tema, es decir, que no heredaron un programa determinado y determinista. Por otra parte, tampoco asumieron los estilos metropolitanos como una imposición. Eran artistas insulares, es decir, acostumbrados a trabajar en un entorno tan informado como distante de sus referentes, y bajo la atenta mirada de un círculo de interlocución reducido y cercano. No heredaron referentes locales y les dio cierta vergüenza echarse en los brazos de los internacionales: supongo que cuando uno vive en la metrópolis no tiene muchas posibilidades de nadar contra una corriente demasiado potente y seductora; pero en las islas la decisión de nadar a favor de corriente no es más que eso, una decisión, porque la corriente, en realidad, no pasa por aquí, no nos arrastra. Y nadar a favor de corriente fuera de la corriente da cierta vergüenza, sobre todo cuando compartes un estudio en el que todo el mundo puede ver el catálogo que está sobre la mesa. Supongo que de ahí surgió esa extraña y persistente disposición a un cierto anacronismo, a una cierta resistencia a dejarse llevar. Supongo también que de ahí surgió la (extraña) decisión de pintar. Y esa es, sin duda, la característica más definitoria de la “Escuela de La Laguna”, compartida con compañeros que, como Lecuona y Hernández o Pérez y Requena no practicaban literalmente la pintura (a pesar de que la pintura es un tema recurrente en su proceso creativo): todos ellos vivían la condición de artista como una decisión (claramente conceptual) que les emplazaba a generar imágenes tan alejadas de las fuentes “originarias” de sentido como del ruido visual de la sociedad del espectáculo y del mainstream. Una decisión, pues, extemporánea, que les obligaba a buscarle un sentido que no tenía de suyo. Y por eso podían pintar, porque la pintura no podía ya practicarse más que en un plano metapictórico, reflexionando sobre su propia improcedencia. Por eso su pintura adquiría un claro sesgo neobarroco, hablaba de pintura, pero no del lenguaje autónomo, de la materia significante o de la planitud identificante: hablaba del estudio, del entorno, del acto conceptual y del compromiso de pintar. Pese a sus cordiales relaciones con muchos artistas “ochenteros”, en especial con Dokoupil, nunca echaron mano del recurso a la autolegitimación de la pintura en términos románticos: como una espita para la expresividad, la pasión, la carnalidad, el genio… largamente reprimidos por el frío ensimismamiento conceptual y tardomodernista. Ellos decidieron escoger la pintura no por lo obvio sino por lo dudoso de la misma. Esa decisión, claro está, les provocó no pocas incertidumbres. Pero resultaba coherente, toda vez que habían decidido, precisamente, tematizar la incertidumbre. Una incertidumbre que compartían generacionalmente pero que vivían individualmente, cada cual la suya, representándose en una deriva carente de la más mínima épica situacionista: flâneurs entre bastidores, paseantes de sus propios desvíos, no tenían nada más que contar (ni nada menos) que la historia de una generación que había heredado la costumbre de contar historias, de practicar la bio.grafía, de tratar de darle cuerpo narrativo a sus vidas, pero a la que le había tocado vivir en un ambiente marcado por el oportunismo, la improvisación, la falta de sentido, la incoherencia, la adaptabilidad…
Pero la “Escuela de La Laguna”, a pesar de su amor por la “mala pintura”, derivada de su interés por subrayar la elección conceptual del medio a despecho de sus cualidades disciplinares, siempre concedió un gran protagonismo al dibujo estructurante. La incertidumbre de sus figuras no se tradujo en indefinición: habitaban sus espacios de tránsito con una estereometría que —por analogía a Oramas, Ismael, Dominguez, Fleitas, Gregorio o Millares— sí podríamos considerar “canaria”. La liquidez, que tan de moda pusiera Bauman, sería la gran aportación de “los moneibos”. La incertidumbre de una generación que se sentía viviendo una historia que no contaba con ellos, que no les hacía hueco en el sinsentido, había terminado por disolverles. Como en el chiste del borracho echando balones fuera —”deja de beber que te estás volviendo borroso”—, esta generación empezó a sentir que la ebriedad de sus dirigentes, que les había instalado en una burbuja, comenzaba a desdibujarles. La rotunda perplejidad de sus compañeros algo mayores (que vivían en un mundo en el que no encajaban pero que aún les ofrecía oportunidades, más o menos espurias pero aparentemente sólidas) adquirió en la pintura de Moneiba un tono más sutil, más melancólico, más poético. Sus “bañistas, turistas y otros entes flotantes” habían perdido la consistencia monumental de los de Ubay Murillo. La escenografía se había convertido en atmósfera, las habitaciones de hotel parecían más un recuerdo o una fantasmagoría que un parque temático. Los objetos mudos de José Otero parecían convertirse en la obra de Moneiba en un murmullo, cuando no en una postimagen de la retina. Las anécdotas y microrrelatos de Alby Álamo veían como su narratividad se convertía en las escenas de Moneiba en un hilo cada vez más tenue, como si las historias no llegaran a poder sintonizarse del todo. Tuymans había “liquidado” a Hopper. Parecía que los personajes en busca de autor habían perdido la expectativa de encontrar un guión que justificara su entidad como figura y habían optado por mimetizarse con el fondo, salvaguardando lo único que parecía indubitable en un mundo en el que el realismo se construía sobre burbujas: la conveniencia de suspender la obsesión aprehensora y de demorarse en los matices poéticos que ofrecía la propia inconsistencia de lo real.
En unos pocos años, casi meses, el imaginario crítico en Canarias había cambiado diametralmente. Antes, la conciencia de que todo lo (moralmente) sólido se desvanecía en el aire postfordista se traducía paradójicamente en masivas hileras de hormigón. De repente, aquel paisaje se convirtió en ruinas. No sé bien qué tendrá esto que ver, pero el 15 de septiembre de 2008, el día que cayó Lehman Brothers, los cuadros de Moneiba estaban colgados en la primera edición de 25 pies, el programa de exposiciones que presentaría en sociedad a “los moneibos”. No es extraño que la melancolía se convirtiera entonces en un tono general que cobraba tintes tardomodernos. No, desde luego, porque reclamara la pureza disciplinar de la pintura como un espacio de trascendente autonomía frente a un arte estratégico, pero sí porque demostraba una cierta sensibilidad hacia lo inefable. Posiblemente Moneiba Lemes fuera la pintora más dotada (en ese sentido en el que el gremio decimos de alguien que tiene “buena mano”) de la “generación 25 pies”, pero su trabajo nunca hizo alardes de oficio ni se complació en su fluidez. De hecho, parecía parar siempre a punto de empezar a pintar. Su única soberbia consistía en negarse a darle brillo o apariencia de consistencia a un mundo que percibía en disolución. Su trabajo no era nada “anecdótico” (a diferencia no solo del de la “Escuela de La Laguna” sino del de la inmensa mayoría del arte postmoderno), se instalaba precisamente en ese espacio de resistencia, entre las cosas y su imagen, que resulta mal conductor para la representación, como si quisiera demorar el advenimiento de la significación, distraer la lectura, suspender el afán de reconocimiento para cultivar el encanto de lo inaprensible, de las pequeñas sublimidades que quedan más allá de la razón de los fines. Moneiba había abandonado la prosa para practicar la poesía, esa función de lenguaje que se demora en el significante. Aunque, para ser más exactos, la suya era una prosa poética: los restos de anécdota resultaban cada vez más irrelevantes, pero tampoco se iba por las nubes. La fuerza gravitatoria de la intimidad, los cronotopos de la amistad, esos espacio-tiempos en los que lo político decanta en escenas locales, siempre le brindó a su obra un suelo dialogal. Quizá por ello, incluso cuando, como ahora, hace individuales, Moneiba es pintora de colectivas. Yo, al menos, soy incapaz de desligar su trabajo del entorno, de sustraerme a los ecos de una multitud que decanta en su círculo más cercano.
¿Había una cierta complacencia, más o menos estetizante, en la descripción de un mundo líquido?, ¿era el trabajo de Moneiba, de Raúl, de Adrián, de Néstor o de Corzo, un intento de aprender a flotar en un medio líquido?, ¿era el trabajo de David, de Laura, de Rayco, de Noelia, de Arístides o de Damián una vacuna para habituarse a un mundo siniestro? ¿o estas preguntas son solo un síntoma de la deriva hacia el maniqueísmo del arte contemporáneo, que ha vendido por el plato de lentejas de la radicalidad tranquilizadora, el potencial revolucionario de la incertidumbre, del intento de inocular al interlocutor la actitud contingente que se ha empleado en la creación la imagen? El mundo se había hecho materialista, todos los valores se traducían a PIB y hasta las fuerzas críticas querían cotizar en el mercado de la eficacia. Los unos no querían darse cuenta de que la supuesta tangibilidad de sus beneficios se cimentaba en el más abstracto (abstruso cabría decir) entramado de juegos financieros, los otros no parecían entender que cualquier transformación del sistema requería una lucha simbólica contra su hiperrealismo. Y, de la noche a la mañana, la solidez de la economía mundial se desplomó con la fragilidad de un castillo de naipes. El aplomo con el que miles de trabajadores endeudaban el resto de su vida cayó sobre sí mismo. Profesionales competitivos se vieron expulsados del sistema. A la mañana siguiente, su rostro en el espejo era otro. Nada en su competencia había fallado, pero tampoco habían tenido tiempo de pagar el deportivo. Se encontraron de nuevo viviendo en casa de sus padres, aún sin darse cuenta de que la habían utilizado como aval. Conforme las burbujas ganaban consistencia, el aplomo y el hormigón se hacían más inconsistentes. ¿Cuál era entonces la realidad?, ¿cómo representarla?, ¿habían resultado premonitorios los desenfoques de Moneiba?
En estas circunstancias, parecía evidente que la contestación al sistema exigía tácticas y estrategia, pero también un cambio en los sistemas de representación. Mucho más allá de su torpe explotación en ciertos eventos expositivos no poco oportunistas, el 15-M sí tuvo una dimensión estética. Aquella acampada, que le dio una inesperada dimensión simbólica al “vivir a la intemperie”, planteó no solo un ejemplo de que los sujetos podrían vivir de otro modo, sino de que debían ser representados de otra forma.

Me parece entender que en el cuadro Celebración se introduce un elemento novedoso, una forma de proceder distinta respecto a mi trabajo anterior: aquí el grupo principal a retratar permanece en el fondo, observando a una pareja de infantes que baila en el centro del cuadro, casi vacío. El motivo de la reunión nos es desconocido (¿qué celebran?, ¿qué hacen ahí?). Las imágenes posteriores de celebraciones y reuniones —que son el grueso de esta exposición— van a articularse según este modelo compositivo; recurriendo a la ausencia de un motivo central. La figura se convierte en fondo, el sujeto se convierte en masa. La pintura se expande y se aplana; es una fiesta de la pintura.
(Moneiba Lemes)

Estoy de acuerdo con Moneiba respecto al carácter novedoso de Celebración, pero no sé si por los mismos motivos. Es cierto que hasta ese momento Moneiba tenía una más o menos constante tendencia a centrar las figuras, a darles un aire “velazquiano” o “manetiano” que subrayaba una relación incierta con su fondo. Pero el vacío no es nuevo en su pintura, ni la incertidumbre. Ese “no saber qué hacen ahí” los personajes es una constante en su obra anterior a Celebración. Pero sí es cierto que la incertidumbre tenía antes un carácter más privado y ahora marcadamente social. Inconscientemente, la obra de Moneiba convergía con la de otro miembro en excedencia de la “Escuela de La Laguna”, Teresa Arozena que, en su última obra, trata de retratar en la masa al nuevo sujeto colectivo. Y también en el espacio festivo. Pero la solución de Moneiba, pese a las coincidencias temáticas con la de Arozena, deriva hacia otros derroteros por mor del propio medio: si la fotografía tiende a lo documental la pintura tiende a lo intertextual.
La progresiva disgregación de las manchas de color en la pintura de Moneiba recuerda, en la distancia, al puntillismo. En efecto, La Fiesta es para todos ironiza con una de las grandes aportaciones del impresionismo al diletantismo crítico: hay que alejarse para ver lo que está representado en el cuadro. La pintura pompier tenía una profundidad de campo infinita, todo estaba enfocado por igual, independientemente de la distancia a la que se hallara del plano de la visión. Era lógico: si para la mentalidad cristiana los sentidos engañan —cuando no son directamente pecaminosos— no tiene razón de ser que se desdibujen las figuras, para ser fieles a su percepción fenomenológica, cuando “lo cierto” es que su integridad no depende del lugar que ocupen. En efecto, uno de los mayores servicios de la pintura a la metafísica clásica es precisamente el de darle a las figuras una consistencia y permanencia que de suyo no poseen. Tampoco tiene pues nada de particular que la crítica preimpresionista a ese clasicismo pompier se adelantará unos años al desarrollo de la fotografía instantánea, no solo alterando los encuadres (Degas, Toulouse Lautrec) sino enfocando selectivamente los distintos elementos del cuadro (Manet). Esa percepción taquigráfica, que Baudelaire identificó como la propia del pintor de la vida moderna, disolvió los perfiles de las figuras hasta convertirlas en meras manchas de pintura. Greenberg interpretó esta decisión como una evidencia de la tendencia del arte moderno a la abstracción, a plegar la pintura sobre sí misma, mostrando un desprecio por el tema frente al medio que se ponía de manifiesto en el hecho de que pintaran “a cualquiera”. Algo había de cierto, aunque, para ser exactos, más que resultarles indiferente estaban especialmente interesados en pintar a los burgueses, a los habitantes del burgo, en su recién conquistada condición de unos “cualquiera”. La metrópolis era el espacio del advenedizo, los inmigrantes habían abandonado su pequeño y conservador mundo rural, donde la escasa movilidad social preservaba una identidad que se remontaba a tiempos inmemoriales: el señor lo era en virtud de su linaje, de igual forma que el labriego había heredado su condición de sus ancestros, desde el principio de los tiempos y merced a una voluntad divina que santificaba el statu quo. La ciudad era el espacio secularizado donde los burgueses pretendían desacreditar la alcurnia para trocar la identidad en perfectibilidad: lo que en adelante distinguiría a los individuos sería precisamente el hecho de no ser idénticos a sí mismos, sino capaces de hacer con sus vidas algo diferente a lo prefigurado por nacimiento. La realización personal no tendría que ver con la fidelidad a los modelos ancestrales heredados sino, precisamente, con la capacidad de superarlos. Si el arte clásico fijaba para la eternidad, siguiendo las pautas dictadas por la tradición, los modelos comunitarios en los que habíamos de mirarnos, parece lógico que los pintores modernos, encargados de representar, es decir, de fijar en el imaginario, a los burgueses, es decir, a esos sujetos abiertos a la posibilidad del cambio, pintaran figuras inacabadas, abocetadas. Esa subjetividad en proceso era además coherente con la nueva percepción fenomenológica, derivada de la técnica y no heredada de la tradición, que disolvía el dibujo en partículas de color y hacía del enfoque una cuestión selectiva.
En Música en las Tullerías (1862) el desenfoque afecta a la práctica totalidad del cuadro: los ciudadanos se han convertido en fondo, ese mismo fondo social sobre el que tratan de definir una subjetividad que ya no depende del registro civil sino de escaramuzas interpersonales en un mundo de relaciones. Las pinceladas largas, abiertas y disgregadas de Manet hacen casi audible la “música” que arracima al cuerpo social: la multitud se representa como un murmullo que parece disolver toda la consistencia de los sujetos clásicos, el motivo solo se aprecia de lejos, algo que no tiene que ver con un truco pictórico formalista, sino con el hecho de ahora los árboles debían dejar ver el bosque. Curiosamente, esta tradición moderna se vio obliterada durante más de un siglo por la alianza romántico-modernista, que convirtió las pinceladas abiertas en un medio para la expresividad vernácula o la pureza ahistórica de la abstracción. Solo hace apenas unas décadas la fotografía recuperó para el arte la tradición de la vida moderna y, así, pudimos volver a relacionar la pincelada taquigráfica con su verdadero contenido sociopolítico. La Escuela de Vancouver, que tanto interesó a la “Escuela de La Laguna”, precisamente como corriente pictórica, recuperó al Manet que, en sus obras con múltiples personajes, se centraba en esos vacíos interiores en los que la coexistencia física deja ver la dificultad de los encuentros personales.
De manera análoga, el análisis del puntillismo, que descomponía el color en su triada básica para obligar a la vista a reconfigurarlo sintéticamente, se había focalizado en su componente cientificista. Pero lo cierto es que, en los cuadros de Seurat, esta referencia a la percepción técnica revela inéditas dificultades para dar cohesión interna a la distante proximidad de las figuras contra el fondo de la no menos novedosa coexistencia urbana de naturaleza y e industria. Si la representación clásica mediaba a través de creencias e historias compartidas la percepción de los actores sociales, que cumplían un papel definido en el relato comunitario, la nueva mirada científica disgregaba no solo los puntos de color: los cuadros no parecen admitir más relato que el de la incapacidad del espacio social para dar a los personajes otro papel que el de figurantes. En Una tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte (1884) podían coexistir diferentes clases y generaciones, formas de vida y vestir, en una cercanía tensionada por la falta de intimidad. Si en las Tullerías podíamos oír el murmullo, en Asnieres (1884) parece escucharse el silencio social contra el rumor sordo del fondo industrial.
El proceso de concentración física y disgregación social vinculado a la urbanización y tecnificación está sin duda ligado a la desintegración de la pincelada y el extrañamiento de la pintura. Es en ese momento cuando el arte comienza a demandar sentido. Esa queja tan popular contra los cuadros que no se defienden por sí solos, que demandan una explicación, no tiene tanto que ver con la “conceptualización” del arte como con la crisis moderna del relato comunitario. La pintura nunca ha sido intuitiva. La melancólica expectativa de accesibilidad deriva del olvido de que antes compartíamos un concepto de belleza y una iconografía “sagrada”. Llamamos modernidad precisamente a la disolución en el aire de ese sólido patrimonio, pero no solo en lo referente a la estereometría física de las figuras pintadas sino también al cuerpo de doctrina que hacía verosímil esa integridad. Los contemporáneos de Manet y Seurat empezaron a sentir como propio el hecho inédito de no tener más en común que una confluencia espacio temporal y una creciente conciencia de esa contingencia. Un spleen, del que solo un cierto ensimismamiento podía defenderles, especialmente perceptible la tarde del domingo.
La fiesta, durante siglos, marcó los ritmos agrarios, que eran ritmos cósmicos, tutelados por un santoral que también nos proporcionaba los santos patrones de la comunidad. La vida estaba definida por unos condicionantes geográficos —que no estaban sujetos a discusión— que exigían unos saberes vernáculos y ajustaban los trabajos y las horas a unos patrones de regularidad, tanto climatológica como social, tutelados por las divinidades locales y sus representantes en la tierra. Por la gracia de Dios. La fiesta celebraba la liturgia que aseguraba esta continuidad, y daba trascendencia al vivir juntos. En ese contexto “de romería”, la imagen del santo del pueblo, efectivamente, no requería más explicación que la que todo el mundo había interiorizado con la oscura naturalidad con la que se aprenden las normas sociales en las sociedades tradicionales. La urbanización nos alejó del campo, de sus ritos y tradiciones, de su anhelo de continuidad y regularidad. Sometió el horario y el calendario a criterios abstractos y desnaturalizó el tiempo. Apareció así el día de fiesta, tal y como hoy lo conocemos, que ya no se consagraba a honrar a los dioses sino a huir de las ciudades y pasar la jornada en los recodos del Sena, sumidos en conversaciones intrascendentes con desconocidos con los que había que inventar una relación no basada en la compartición de identidades ancestrales sino en la percepción de ligeras impresiones cambiantes. Se había inventado el “dominguero”, uno de los temas favoritos de aquellos pintores impresionistas que, en coherencia, tuvieron también que inventar un modo de disgregar las pinceladas para captar la precaria unidad de estas nuevas impresiones y de sus sujetos. Y así empezamos a interiorizar esa melancólica deserción de lo social —una vez que se suspende el engrudo de la producción y el consumo— que percibimos la tarde de domingo, en el que las calles se quedan desiertas… porque es fiesta. Y comienza a cobrar sentido esa inquietante pregunta que se hacía Moneiba: “¿qué hace la gente allí?”
No podemos comentar aquí ese proceso de privatización y atomización de la experiencia del espacio que, probablemente, comenzara al mismo tiempo que el capitalismo y la propia pintura (como tal objeto móvil, desligado de la arquitectura cultural, del muro y el techo del templo y palacio; susceptible de ser comprado, obviamente por burgueses, amantes de la pintura de género). Esta es, en todo caso, una de esas imágenes que todos podemos seguir entendiendo sin explicación: todos los que hemos experimentado, al montarnos en el coche, que la inmensa mayoría del espacio público urbano se reserva a un uso privado y rodado; todos los que hemos pasado una tarde de domingo ya no en el Sena sino en un Mall; los que hemos pensado alguna vez que dejar a nuestros hijos jugando en la calle podía ser peligroso; los que hemos llevado nuestros plásticos y latas al contenedor pensando honestamente que la salvación del planeta era una responsabilidad individual; todos los que nos hemos indignado en solitario ante el telediario; los que hemos dejado de sentirnos integrantes de la clase trabajadora; los que hemos aprendido a no tocarnos en el transporte público… Y todos los que alguna vez pensamos que transformar todo esto tenía que ver con un proceso de adquisición individual de conciencia. Pero todas estas mónadas sociales, estas pinceladas sueltas, iguales en su diferencia, gracias a la retórica de la pintura, miradas desde una cierta distancia, cobran cuerpo y sentido, se convierten en un sujeto colectivo: la multitud. Una masa que, de repente, cobra conciencia política de que, bien mirado, nuestros problemas personales son, como afirma Moneiba Lemes, “los problemas que vivimos todos”. Posiblemente esa distancia aglutinante nos la tenga que proporcionar la emigración, la experiencia extrema del estar fuera de lugar.
“Multitud” es la noción que Spinoza opone al exitoso concepto de “pueblo” con el que Hobbes somete a los ciudadanos a una voluntad unificada y cohesionada. Este viejo término de la ciencia política ha sido recientemente reivindicado por Antonio Negri y Paolo Virno para tratar de atajar el problema que ha dejado inerme a la izquierda europea ante el imparable avance neoliberal. Porque mientras la derecha conserva su referente de clase —sólidamente aferrado al capital— y un objetivo definido —la multiplicación al infinito y a cualquier coste de las posibilidades de reproducir ese capital—, la izquierda no ha encontrado imágenes de sustitución para el obrero fordista —tras la deslocalización de la fábrica y la externalización de la producción— y las clases medias productivas —tras la crisis de la mentalidad burguesa y su creciente precarización—. ¿Dónde podría encontrarse un sujeto histórico capaz de oponer resistencia al imparable avance del capital? Sin duda —se contesta Negri—, allí donde se hallan los beneficios y las rentas: en la metrópoli. La metrópoli es, sin duda, el lugar, pero es algo más que calles y plazas, también es multitud: la red de actividad social que conduce la energía del capitalismo cognitivo generando una riqueza ligada a los procesos de creación social de valor. La producción industrial se ha desmaterializado o deslocalizado en zonas periféricas, mientras el plusvalor se genera ahora en el ámbito de las experiencias y las diferencias, las relaciones y las influencias, los intercambios anotados de contenido y saber, a costa de un trabajo eficiente pero crecientemente disociado de la renta y su distribución. El capitalismo requiere cada vez más “mano de obra”, más gente que genere contenidos en las redes sociales, que los difunda, los filtre y los infiltre hasta el más profundo tejido de lo íntimo, y no solo a través de canales digitales sino también a través de esa red metropolitana de encuentros en los que los cuerpos, en su producción de diferencia, funcionan como correa de transmisión de envidias y deseos, de obsolescencias programadas y modelos disciplinantes, de la obsesión por la realización personal y la disposición a adaptarla al sistema que nos oprime, de la mala conciencia por la falta de integración o de la disposición a emprender inéditas posibilidades de autoexploración. Pero, en su infinita codicia, el capitalismo ha conseguido disociar la distribución de la renta de este trabajo expandido del que se alimenta, y que le ayuda a colonizar hasta el último minuto de conciencia antes del sueño y hasta el último rincón de nuestra afectividad y creatividad. Las grandes corporaciones, que obtienen sus copiosos beneficios de los rastros que dejamos en nuestras búsquedas, de la expansión de sus efectos entre nuestros afectos, de nuestra gregaria disposición a exhibir pública y obscenamente sus marcas o a mistificar sus falsas promesas de felicidad, no dudan en minimizar, hasta el límite de poner en peligro la propia reproducción del tejido donde medran, cualquier forma de redistribución de la riqueza.
La metrópolis es, pues, la red que permite el flujo de actividad y valor, y sustenta las formas de explotación y exclusión. Pero es, al mismo tiempo, el espacio de la resistencia. El tránsito del modelo de explotación fordista (que extraía la plusvalía del tiempo de trabajo del proletariado) al postfordista (que extrae la plusvalía del tiempo de vida del precariado) está plenamente consumado, pero su extraordinaria expansión ha delegado en una multitud cada vez más incontrolable los propios instrumentos disciplinantes, hasta confundirlos con la misma vida social que exprimen. Los espacios del antagonismo y la explotación se solapan, como la realización humana y la esclavitud. El mismo sistema que nos permite sobrepasar las viejas fronteras aristotélicas entre producción, vida afectiva y política e intelecto, que nos permite revincular el trabajo con la creación y la realización, es también el que somete nuestras vidas a los paradigmas que las ponen en riesgo. La vida metropolitana es el espacio de una renovada lucha de clases y la multitud el nuevo agente social de la resistencia y la explotación, un indefinido conjunto de singularidades que no puede representarse en términos de ciudadanía (en el marco del estado nación), ni de proletariado (en el marco de un sistema de clases). Un cuerpo social que se articula, como la celebración de Moneiba, en torno a un vacío, incluso a un abismo. Pero (y aquí retornamos a los planteamientos de la “Escuela de La Laguna”) ¿hay hoy algo más público, más compartido, que esa sensación de precariedad, de falta de lugar?
Ese vacío es el que está colonizando el capital. La patronal ya no compra el trabajo que puede medirse en tiempo cronológico o potencia física, puja por la existencia toda, lucha por controlar este espacio íntimo en el que la vida misma se hace capital y el capital se hace vida. Y ello a través del producto estrella de la factoría metropolitana del capitalismo postfordista: la subjetividad. Con respecto a ella, la multitud opera como productora y consumidora, como superconductora o como resistencia. A veces re.productiva, a veces antagonista, la multitud es cada día más cohesiva y, al mismo tiempo, está más disgregada. De ahí que el problema político se reduzca a cómo representar ese flujo contradictorio de expansión y contracción que los cuadros de Moneiba traducen en problema pictórico. ¿Cómo darle unidad plástica a un conjunto de manchas planas?, ¿cómo unificar en un sujeto político la multitud preservando la diferencia de las singularidades?, ¿cómo favorecer los dispositivos de discontinuidad y dispersión que combaten la inercia cohesiva de la que se retroalimenta el capitalismo sin dispersar la capacidad de resistencia política? En todo caso, es ese un problema, como diría Beuys, de configuración. O, si se quiere, “pictórico”: cómo representar un sujeto político capaz de llevar adelante la desmovilizada lucha de clases —es decir, la vieja aspiración a que los beneficios colaterales de la productividad y el rendimiento se extiendan al conjunto de la sociedad de manera justa y a que la ostentación de la desigualdad deje de funcionar como motor para la creatividad social—. Porque estamos viviendo las crisis financieras, fiscales, políticas y laborales como expresiones coyunturales de desajustes técnicos, cuando no son más que crisis ontológicas de la representación abstracta del vivir común. El viejo problema que intuyeron los pintores de la vida moderna —cómo representar la metrópolis, como fijar la impresión que produce aquello que se caracteriza por la disolución de todo lo sólido; cómo representar la multitud, esa masa de gente que se define en su indefinición— ha adquirido hoy una actualidad y una novedad que ninguna de las formas del modernismo fue capaz de intuir.
De ahí la importancia simbólica —y política— del interés de Moneiba por pintar un nuevo pasaje constituyente, por evolucionar de la pintura de género a la de historia sin abandonar el problema de las relaciones entre fondo y figura. De hacerlo enfrentando las formas de la abstracción —pues la definición del sujeto colectivo tiene tanto dimensiones fenomenológicas como ontológicas— con las tensiones de contenido social y político que atraviesa la metrópolis. “Rebelarse es justo, pero no es suficiente”, afirma Negri (La metrópolis es a la multitud lo que, antes, la fábrica era a la clase obrera, 2005). Lo que está convirtiéndose en capital en el proceso de colonización de la vida en el post-fordismo globalizado es el control de la representación de la subjetividad en la metrópolis. O, dicho de otra forma, la representación de la metrópolis como el campo biopolítico en el que la producción de subjetividades se vuelve antagonista, en la medida en que ser antagónico “significa declinar en mil maneras las posibilidades concretas, biopolíticas del ser”. El único punto débil del capital es que depende de un acontecer social que podemos representar como protesta, como el escenario de una acumulación irreductible de luchas múltiples. En ese escenario, tener ideas y querer formalizarlas, ese deseo de hacer que podríamos llamar genéricamente arte, puede tener enormes consecuencias políticas antagonistas.
Como siempre en la pintura de Moneiba, la figura parece librar una batalla con el fondo para no diluirse en él. Si antes esa pelea se vivía con melancolía, ahora aparece la algarabía. Los sujetos desubicados se han convertido en multitud. Y la pintura de Moneiba lo celebra. Lo uno y lo múltiple parecen coexistir: las imágenes se generan como un mosaico de caras. Pero como en las cámaras que tienen habilitado el reconocimiento de rostros en las fotografías de grupo, la necesidad mecánica de enfocar se dispersa y agota, y el objetivo solo encuentra un cuerpo colectivo, una forma social. No hay un pueblo que se preste dócil a ser representado, hay rostros indefinidos, porque pueden ser cualquiera, sumidos en una marea humana. Una marea a la que le hemos perdido el miedo desde las pasadas elecciones: lo que siempre se representó con inquietud —la masa, el populacho, la indefinición, alienación, deshumanización— hoy se representa como fiesta. Desde la distancia vemos la multitud, pero en la cercanía solo vemos confeti, una referencia más o menos cómica al puntillismo en la que la erudición historicista y la referencia cientificista adquieren matices joviales. La fiesta de la pintura consiste en reencontrarle sentido a esa forma taquigráfica de representar la multitud como condición del sujeto contemporáneo, de representar la democracia no representativa, de celebrar una nueva forma de hacer historia, en plural, una historia sin nombre y sin fechas (no la History sino la herstory), y de hacerlo recordando, con una intertextualidad carente de afectación académica, que este es el problema de la pintura desde su origen moderno, que las superficies monocromas del modernismo deben ponerse a ondear y convertirse en banderas, las banderas de la comunidad de los que no tienen nada en común. La fiesta de la pintura consiste en reencontrarle sentido a un medio tosco y renuente, como el chicle pisado, que deconstruye todas sus ambiciones políticas al poner, literalmente, en tela de juicio sus propios mecanismos de representar al colectivo. La pintura está de fiesta: hay tantos problemas simbólicos como técnicos.